(Por Felipe Pigna y Mariana Pacheco) Era 1914 y hacía cuatro meses que en Europa había estallado la Primera Guerra Mundial, una contienda tremendamente cruel donde la inteligencia humana fue puesta al servicio de la destrucción y de la muerte. El prodigioso y reciente invento del avión fue utilizado para ametrallar a las poblaciones civiles y en las trincheras los bandos se atacaban con armas químicas mortalmente tóxicas. El conflicto se cobró casi 10 millones de vidas y unas 20 millones de personas quedaron heridas o mutiladas.
Mientras tanto, en Buenos Aires, el médico e investigador argentino Luis Agote marcaba un hito en la historia de la medicina mundial, un avance científico revolucionario, que permitiría salvar millones de vidas. Aquel año, Agote consiguió aplicar con éxito la técnica de la transfusión de sangre mediante un método que impedía que el fluido se coagulara en el recipiente que lo contenía. La clave del descubrimiento radicaba en la utilización del citrato de sodio, un compuesto químico que conseguía mantener la sangre en estado líquido.
Antes de este descubrimiento, las personas que pasaban por el doloroso trance de someterse a una transfusión sanguínea tenían pocas chances de tener un desenlace feliz. La misma suerte corrían los desdichados donantes no siempre voluntarios. Estos podían considerarse afortunados si lograban recuperarse sin lesiones graves tras varias semanas de convalecencia; sin embargo, lo más común era que sufrieran infecciones, embolias, trombosis, contagio de enfermedades e incluso que murieran.
Se trataba de una intervención compleja e incierta, de altísimo riesgo, que se realizaba de manera casi artesanal, conectando directamente la arteria del donante a la vena del paciente. Este proceso, además de ser riesgoso, hacía imposible determinar la cantidad de sangre que dador y donante habían intercambiado.
La transfusión debía ser directa porque la sangre se coagula entre los seis y los doce minutos luego de entrar en contacto con el aire. Todos los intentos por evitar su solidificación habían fracasado. No se había conseguido mantener líquido el fluido conservándolo a una temperatura constante; tampoco se había logrado utilizando recipientes especiales, ni agregando diversas sustancias.
Hasta que aquel 9 de noviembre de 1914, junto a su laboratorista, Lucio Imaz, realizó en el Hospital Rawson una transfusión, utilizando citrato de sodio, una sal derivada del ácido cítrico. La operación fue un éxito y el paciente logró restablecerse y volver a su hogar en pocos días. En recuerdo de este episodio cada 9 de noviembre se celebra en nuestro país el día del donante voluntario de sangre.Fue un gran paso en la historia de la medicina, que permitiría salvar millones de vidas. Este avance científico posibilitó también la creación de bancos de sangre y la utilización de la técnica de aféresis, que permite separar los distintos componentes de la sangre: plaquetas, glóbulos y plasmas.
Agote se apuró a comunicar el resultado de sus investigaciones a las representaciones diplomáticas de los países en guerra. Le urgía poner sus investigaciones a disposición de los heridos de la contienda.
La difusión estuvo acompañada por una disputa de autoría. A principios de 1914, el investigador belga Albert Hustin había publicado un escrito en el que proponía evitar la coagulación de la sangre mezclándola con una solución de citrato de sodio de 10 gramos por cada 100 cm3. La prueba no prosperó, debido a que la sangre tenía una concentración de glóbulos rojos tan baja que la transfusión resultaba inservible. Es probable que Agote no conociera las investigaciones de Hustin. Poco después, a principios de 1915, Richard Lewisohn, cirujano de Nueva York, publicó un artículo titulado Un nuevo y simple método de transfusión de la sangre, donde explicaba el procedimiento citando a Hustin como el primero en desarrollarlo.
Pero la carrera de Agote y su huella en la historia de la medicina local trascienden aquel descubrimiento. Nacido en la capital federal el 22 de septiembre de 1868, cursó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Buenos Aires y en 1893 obtuvo su título de médico con una tesis sobre Hepatitis supurada. Pasó por diversas instituciones, como el Hospital San Roque, el Hospital de Clínicas y el Hospital Rivadavia. En 1894, asumió como secretario del Departamento Nacional de Higiene y un año más tarde se hizo cargo de la dirección del hospital de la isla Martín García.
Más tarde se incorporó al Hospital Rawson, donde llegó a ser Jefe de Servicio. Como fruto de sus investigaciones, publicó numerosas obras, entre las que se destacan: La úlcera gástrica y duodenal en la República Argentina, La litiasis biliar, Estudio de la higiene pública en la República Argentina, Lecciones de Clínica Médica, La peste bubónica en la República Argentina, y Nuevo método sencillo para realizar transfusiones de sangre.
También escribió sobre temas históricos y literarios. Algunas de sus obras no científicas son Ilusión y realidad (poema); La lucha por el Mediterráneo: Augusto y Cleopatra; Mis recuerdos, Nerón, los suyos y su época. Una psicopatología del emperador romano, donde realiza un estudio psicopatológico del imperio y la sociedad romana.
Su vocación de servicio excedió la labor médica, y pronto se volcó a la actividad política. En 1910 fue elegido diputado nacional y desde el Congreso consiguió que se destinara una partida presupuestaria para la construcción de un pabellón modelo de Clínica Médica en el Hospital Rawson, que pasó a depender de la Facultad de Medicina. Fue elegido nuevamente diputado en 1916. Desde su banca impulsó la creación de la Universidad Nacional del Litoral, la anexión del Colegio Nacional a la UBA y la creación del Patronato Nacional de Ciegos. Murió el 12 de noviembre de 1954.
Fuente:www.elhistoriador.com.ar
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