Esta lógica fue analizada con precisión por el economista Andrés Asiain en su libro Manual de zonceras económicas, donde desmonta la falsa oposición entre países “civilizados” y países “bananeros”. Asiain muestra cómo esa mirada nace de una herencia colonial: la desconfianza del país periférico en sí mismo y la idealización del colonizador como modelo universal a imitar. No hay allí neutralidad técnica ni realismo económico, sino una pedagogía de la subordinación.
Un ejemplo brutal de esta zoncera reaparece hoy en boca del presidente Javier Milei, cuando promete que “si hacemos las cosas bien, en 35 o 40 años Argentina puede ser como Alemania”. La frase, repetida como consigna, es profundamente reveladora. El horizonte de éxito no es ser Argentina, sino parecerse a otro. Alemania aparece como ideal civilizatorio; Argentina, como proyecto defectuoso que debe corregirse copiando.
Desde esa mirada, el problema nunca es la estructura productiva, la historia económica ni la inserción desigual en el capitalismo global. El problema somos “nosotros”: nuestra cultura, nuestros derechos, nuestras decisiones colectivas. El país queda reducido al mal alumno que debe imitar al buen estudiante. No pensar, no crear, no adaptar: obedecer.
El libertarismo lleva esta zoncera a su forma más extrema. Milei no propone un proyecto nacional: propone una auto-colonización consciente. Los “países serios” aparecen como abstracciones ahistóricas, descontextualizadas, convertidas en mandamientos morales. Si allá funciona, acá debe funcionar. Si no funciona, la culpa es de los argentinos, nunca del modelo.
Ese complejo de inferioridad se expresa también en la obsesión por la validación externa: el aplauso de Wall Street, la tapa de un diario extranjero, la bendición del FMI. El “país serio” es siempre otro. Argentina solo puede aspirar a parecerse, nunca a pensarse. Nunca a inventar soluciones propias a partir de sus condiciones reales.
Como advertía Jauretche —y retoma Asiain— estas zonceras no son ingenuas: son funcionales. Convencen a las mayorías de que defender industria, trabajo o soberanía es cosa de atrasados. El sentido común se vuelve contra el propio bolsillo. Y cuando esas ideas se masifican, el daño deja de ser individual: se transforma en política económica.
En definitiva, el libertarismo no expresa confianza en el individuo argentino ni en la capacidad colectiva del país. Expresa lo contrario: una profunda desconfianza en sí mismo, convertida en doctrina económica y proyecto de poder.
Como sintetiza Andrés Asiain en Manual de zonceras económicas:
“El mito de los países serios sirve para convencernos de que el problema somos nosotros y no las relaciones de poder en las que estamos insertos.”
Ahí está el núcleo del asunto. Mientras se nos exige imitar, callar y esperar cuarenta años para parecernos a otros, se nos niega lo esencial: el derecho a pensar un proyecto propio. Y eso no es ser serio. Es seguir siendo dependiente.
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