Leer el Leviatan hoy es una necesidad: Hobbes debe haber sido un viajero en el tiempo, lo que escribió en 1651 para advertirnos del caos que provocaría Milei - HISTORIANDOLA

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Leer el Leviatan hoy es una necesidad: Hobbes debe haber sido un viajero en el tiempo, lo que escribió en 1651 para advertirnos del caos que provocaría Milei

¿Fue Thomas Hobbes un viajero en el tiempo? ¿Escribió Leviatán en 1651 para salvarnos de Milei? Lástima que no fue leído por los jóvenes libertarios...



Cada vez que Javier Milei habla de “libertad” conviene agarrar el diccionario… o mejor todavía, abrir el  Leviatán. Porque si algo demuestra la lectura completa del capítulo XXI de Thomas Hobbes es que el Presidente argentino no es un heredero del pensamiento moderno, sino una curiosa combinación de consignas libertarias con una comprensión sorprendentemente rudimentaria de qué es un Estado y para qué existe. Hobbes no define la libertad como ausencia de Estado, sino como ausencia de impedimentos externos, y aclara sin rodeos que obedecer la ley, incluso por miedo, no anula la libertad. Más aún: advierte que la libertad del súbdito sólo existe allí donde la ley calla, porque sin un poder común que haga cumplir las normas no hay libertad posible, sino guerra. Hobbes lo formula con crudeza: “los pactos, sin la espada, no son más que palabras”, pero esa espada no está al servicio del capricho ni del mercado, sino de la protección de la vida. Milei, en cambio, invoca la libertad mientras vacía al Estado de sus funciones básicas, como si Hobbes hubiera escrito Leviatán para justificar la motosierra y no para evitar que la sociedad se despedace a sí misma.


Thomas Hobbes no escribió para agradar ni para ofrecer consuelo moral. Escribió para evitar la carnicería. Partía de una idea incómoda pero brutalmente honesta: sin un poder común que imponga reglas, los hombres no viven en libertad sino en guerra. No una guerra épica ni heroica, sino una guerra cotidiana, miserable y preventiva, donde cada uno desconfía de todos, donde nadie puede estar seguro del mañana y donde la vida vale poco. Hobbes lo describe sin romanticismo: en ese estado no hay industria, ni comercio, ni cultura, ni sociedad, y la existencia humana se vuelve “solitaria, pobre, brutal y breve”. Por eso el Estado no es, para Hobbes, una anomalía que haya que achicar ni un mal transitorio que conviene soportar a regañadientes, sino un artefacto político deliberado, construido por los propios hombres para salir de ese infierno. El Estado existe, precisamente, para poner fin a la lógica del “sálvese quien pueda”, para reemplazar la fuerza individual por una autoridad común y para que la vida deje de depender de la astucia, la violencia o la capacidad de imponerse sobre otros. Achicar ese poder no es, desde esta perspectiva, un gesto de libertad: es volver a abrir la puerta a la guerra que Hobbes quiso clausurar.


Y ahí aparece la frase que Thomas Hobbes escribió con una claridad que Milei jamás cita completa, tal vez porque lo deja expuesto: “el fin de la obediencia es la protección”. No el mercado. No la moral. No la fe en la competencia. Protección. El pacto político se justifica porque preserva la vida. La obediencia no es un acto de fe ni un mandato eterno: dura mientras el soberano protege. Cuando deja de hacerlo, la obediencia se evapora sin necesidad de discursos heroicos. La Argentina ya vivió esa escena en diciembre de 2001, cuando el Estado dejó de garantizar lo más elemental —trabajo, ingresos, ahorros, comida, seguridad— y la sociedad respondió como Hobbes habría previsto: cacerolas, saqueos, represión, muertos y presidentes que no lograban terminar el mandato. No fue una “crisis de gobernabilidad”, fue la disolución práctica del pacto social. Cuando la protección desaparece, la autoridad se vacía y la ley deja de ordenar para pasar a reprimir. Hobbes lo habría leído sin sorpresa: si el Estado no cuida la vida, no hay razón para obedecerlo. Milei, en cambio, parece convencido de que esa experiencia traumática fue un error de cálculo y no una advertencia histórica.


Ahora bien, ¿qué hace Javier Milei? Reduce el Estado, desmantela sus capacidades y retira su presencia justamente de los lugares donde el pacto hobbesiano se vuelve material. Ajusta en salud y deja hospitales sin insumos; recorta discapacidad y transforma derechos en auditorías interminables; paraliza educación y universidades, desfinancia ciencia y CONICET, congela programas de asistencia social y desregula precios y mercados como si el orden surgiera por generación espontánea. Todo eso mientras exige obediencia, paciencia y sacrificio, y promete que el mercado —algún día— acomodará lo que hoy se rompe. Es decir, rompe el pacto hobbesiano y pretende que todo siga funcionando como si nada. Para Hobbes, un poder que retira protección y reclama disciplina no está defendiendo la libertad: está vaciando la razón misma de la obediencia. Eso no es liberalismo; es irresponsabilidad política. Porque cuando el Estado se achica donde debe cuidar y crece donde debe castigar, lo que queda no es un “Estado mínimo”, sino un poder que manda sin proteger, exactamente el escenario que Hobbes escribió para evitar.


Milei repite que el Estado es una “organización criminal”, peor incluso que la mafia, porque según él “el Estado es el problema y no la solución” y la gente debe “salir de la Matrix” para verlo. En otra frase aún más llamativa, afirmó “entre el Estado y la mafia, prefiero la mafia. La mafia tiene códigos, la mafia cumple, la mafia no miente, la mafia compite”, como si la lógica de una banda criminal fuera más confiable que las instituciones que sostienen la vida social. Hobbes, tres siglos antes, ya sabía que esa fantasía termina mal. Sin una espada que respalde la ley, la ley no existe. Sin Estado, no hay contratos, no hay propiedad segura, no hay previsibilidad. El mercado no crea orden: lo consume. Y cuando el Estado se retira, lo que aparece no es la libertad, sino el más fuerte.


La ironía es brutal: Javier Milei cree estar luchando contra el Leviatán, cuando en realidad está fabricando el escenario exacto que Hobbes describía como el peor de todos. Un mundo donde cada uno debe arreglárselas solo, donde la protección deja de ser un derecho y pasa a ser un privilegio, y donde la vida queda subordinada a la capacidad individual de pagarla. En ese mundo, las personas con discapacidad dejan de ser sujetos de derechos y pasan a ser “gastos a auditar”, expedientes sospechosos, números incómodos que hay que recortar. Y mientras se predica austeridad con motosierra en mano, aparece la vieja y conocida lógica del saqueo: medicamentos que faltan, tratamientos que se frenan y un discreto 3 % de coima que sobrevive mejor que cualquier política pública. Hobbes hablaba de protección como razón de la obediencia; Milei parece haber entendido otra cosa: que en el estado de naturaleza algunos sobreviven… y otros facturan.


Hobbes, además, pone un límite que el mileísmo cruza con total liviandad: la vida no es negociable. Nadie puede pactar su propia muerte. Nadie está obligado a dejar de defenderse, a no alimentarse, a no curarse, a no resistir cuando su existencia está en juego. Si el soberano ordena algo que atenta contra la autoconservación, el súbdito tiene derecho a desobedecer. Sin embargo, en boca de Javier Milei, el hambre aparece como una especie de ejercicio pedagógico del mercado: ante la posibilidad de morir de inanición, dijo que “la gente se va a morir de hambre y va a hacer algo para no morirse”, como si la supervivencia fuera una decisión individual y no una responsabilidad política. Dicho en criollo: para Hobbes el Estado existe para que la gente viva; para Milei, para explicarle por qué si no vive es culpa suya.


En el universo mental de Javier Milei, en cambio, la vida aparece como una externalidad. Si no alcanzás, si no podés, si quedás afuera, es un “costo”. Para Thomas Hobbes, eso no es libertad: es el retorno al estado de naturaleza, ese mundo donde cada uno pelea con lo que tiene y el que pierde desaparece. No por casualidad Hobbes es tajante en el texto que subiste: “el fin de la obediencia es la protección”. Cuando esa protección falta, cuando la vida deja de ser el objetivo del pacto y pasa a depender de la capacidad individual de pagarla, el Estado deja de cumplir su razón de ser. Un Estado que no protege no es “mínimo”: es inútil.


También resulta gracioso —si no fuera trágico— que algunos defensores de Javier Milei lo presenten como un gobernante “hobbesiano” por su énfasis en el orden y la represión. Hobbes jamás justificó un Estado que sólo aparece para castigar. En el texto es explícito: “los pactos, sin la espada, no son más que palabras y carecen de fuerza para asegurar a un hombre”, pero esa espada no existe para el castigo en sí mismo, sino para garantizar la protección que da sentido a la obediencia. Un poder que sólo amenaza y no protege rompe el pacto que lo funda. La espada sin protección no es autoridad legítima: es pura violencia. Thomas Hobbes quería un Estado fuerte para evitar la guerra de todos contra todos, no para administrarla desde arriba mientras se predica libertad en redes sociales y se gobierna a fuerza de slogans.


Javier Milei invierte por completo el orden lógico hobbesiano: primero el mercado, después —si sobra— la seguridad. Confía en que la competencia, el ajuste y la desregulación generen por sí solos un orden social que luego, casi mágicamente, garantizará estabilidad. Thomas Hobbes pensaba exactamente lo contrario, porque partía de una experiencia histórica concreta: cuando no hay seguridad, lo único que florece es el conflicto. Para Hobbes, el mercado no crea orden, lo presupone; los contratos no nacen del aire, necesitan un poder que los haga valer; la libertad no surge del vacío, sino de la certeza de que mañana uno seguirá vivo. Por eso el Estado es previo, no posterior. Primero la protección, después la economía. Primero la vida, después el intercambio. Milei propone un experimento al revés: desmontar la protección y pedirle a la sociedad que confíe. Hobbes habría dicho que eso no es audacia liberal, sino una invitación directa al estado de naturaleza. Porque sin seguridad no hay libertad, sin protección no hay obediencia y sin un poder común que cuide la vida no hay sociedad posible. Lo demás —la épica del mercado, la motosierra redentora, la promesa de que “el ajuste ordena”— no es teoría política: es verso.


Hobbes es todavía más incómodo de lo que Milei y los suyos estarían dispuestos a admitir: cuando la protección del Estado desaparece, la obligación de los ciudadanos también se extingue. No hay obediencia sin cuidado, no hay pacto sin seguridad, no hay ley válida cuando la vida queda librada al azar. En ese punto exacto —cuando el Estado deja de proteger pero insiste en mandar— ya no gobierna el consentimiento, gobierna la fuerza. Y ahí es donde entra en escena la represión como sustituto del pacto roto. Lo que Hobbes pensó como autoridad legítima se degrada en control policial. La espada, que debía garantizar la vida, se usa para disciplinar cuerpos. No es casual que, frente al retiro del Estado de sus funciones básicas, lo único que haya crecido sea el dispositivo represivo que hasta hace poco comandó Patricia Bullrich: cuando falla la protección social, aparece el garrote como último argumento del poder. Hobbes habría sido implacable con este punto: un Estado que ya no cuida pero exige obediencia no es fuerte, es frágil; no es Leviatán, es violencia administrada.


Si Thomas Hobbes leyera el programa político de Javier Milei, no lo aplaudiría. No lo citaría. No lo celebraría como un continuador. Haría lo que siempre hizo: advertir. Advertir que cuando el poder deja de proteger y se limita a mandar, cuando la ley se vacía de contenido y la vida queda librada a la suerte individual, lo que se avecina no es un paraíso libertario, sino la vieja y conocida guerra de todos contra todos. Hobbes lo escribió sin eufemismos: “El fin de la obediencia es la protección”, y agregó algo todavía más incómodo para los cultores del ajuste permanente: cuando esa protección desaparece, la obligación también se extingue. Un poder que exige sacrificios pero no garantiza la vida rompe el pacto que lo funda y devuelve a los individuos al escenario que el propio Hobbes describía como el peor de todos, donde no hay industria, ni comercio, ni cultura, ni seguridad, y donde la existencia humana es “solitaria, pobre, brutal y breve”. Esa fue la pesadilla que Leviatán se escribió para evitar. Milei, en cambio, parece empeñado en presentarla como una virtud del mercado.


¿Fue Thomas Hobbes un viajero en el tiempo? ¿Escribió Leviatán en 1651 para advertirnos sobre el caos que hoy se nos presenta como novedad libertaria? A veces parece que sí. Porque cada página de Hobbes funciona menos como un tratado antiguo y más como un manual de emergencia para el presente. Lástima que no haya sido lectura obligatoria para los jóvenes libertarios que confunden libertad con abandono, mercado con orden y ajuste con virtud. Hobbes no escribió para entusiasmar militantes ni para ganar likes: escribió para evitar que la sociedad se despedace cuando el Estado renuncia a proteger y sólo conserva la espada. Tal vez no fue un viajero en el tiempo. Tal vez el problema es más simple —y más grave—: el caos siempre vuelve cuando se deja de estudiar las advertencias que escritas en el pasado.


Y recuerden.... que sólo se puede ser libertario si son millonarios o ignorantes.   

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