La liberación de Eduardo Emilio Kalinec, condenado a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad, reabre una herida que nunca cerró y expone una deriva peligrosa: un Poder Judicial que relativiza el genocidio y un gobierno que, por acción u omisión, vuelve a empujar a las víctimas al lugar del miedo.
Pasó la Navidad en su casa, a pocas cuadras del Olimpo. No es una metáfora: es una decisión política y judicial que vuelve a poner en riesgo la memoria, la verdad y la justicia.
El 22 de diciembre, mientras buena parte del país intentaba aferrarse a rituales mínimos de normalidad, Eduardo Emilio Kalinec recuperó la libertad. Condenado a prisión perpetua por secuestros, torturas y homicidios cometidos en los centros clandestinos Atlético, Banco y Olimpo, pasó las fiestas en una vivienda ubicada a unas treinta cuadras del Olimpo, hoy convertido en sitio de memoria. No es un dato menor ni pintoresco: es la postal exacta de una Argentina que, medio siglo después del genocidio, vuelve a naturalizar la convivencia entre víctimas y victimarios. El fantasma no es abstracto. Tiene nombre, rostro y pasado probado en juicio. El miedo tampoco es simbólico: es la posibilidad concreta de cruzarse en la vereda con quien administró el dolor, la humillación y la muerte.
Kalinec no es un represor cualquiera. “Doctor K”, como lo llamaban en los centros clandestinos, fue identificado desde los primeros meses de la democracia por sobrevivientes que lo ubicaron en toda la cadena represiva: secuestros, tormentos, vigilancia de prisioneros y la antesala de los vuelos de la muerte. Era quien prometía traslados a granjas del Chaco mientras preparaba el exterminio. Recién en 2005 fue detenido por orden del juez Daniel Rafecas; en 2010 el Tribunal Oral Federal 2 lo condenó a perpetua. Nada de esto está en discusión. Lo que sí se discute, y debería alarmar, es cómo alguien con ese prontuario termina acumulando más de sesenta salidas transitorias y finalmente la libertad, pese a no haber mostrado jamás arrepentimiento ni haber aportado un solo dato sobre el destino de los desaparecidos o de los bebés apropiados.

El informe del Equipo Interdisciplinario de Ejecución Penal fue claro: Kalinec no se arrepintió. La Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal decidió mirar para otro lado. La baja tardía de la Policía Federal, recién en 2023, completa el cuadro de una indulgencia institucional persistente. El mensaje es brutal en su simpleza: se puede torturar, desaparecer personas, callar durante décadas y aun así volver a la calle con el aval del Estado.
Para quienes sobrevivieron al genocidio, la liberación no es un tecnicismo jurídico sino una agresión directa. Dafne Casoy, hija de desaparecidos, lo dice sin rodeos: “Volvemos a estar en riesgo”. Ella tenía diez meses cuando una patota del Atlético secuestró a sus padres. La dejaron sobre la falda de un casero atado. No hay archivo audiovisual que registre el sadismo de Kalinec; hay algo más potente y más incómodo: testimonios humanos. Y aun así, el sistema judicial decide relativizar ese horror. Casoy lo enlaza con una “movida más grande”, un clima de época que no surge de la nada: eliminación de equipos que relevaban documentación de las Fuerzas Armadas, obstáculos en la búsqueda de los nietos apropiados, desmantelamiento de la Secretaría de Derechos Humanos, cuestionamiento del número de desaparecidos. Todo eso ocurre bajo el gobierno de Javier Milei, que no oculta su desprecio por las políticas de memoria y su afinidad discursiva con los negacionismos.
No hace falta que el Ejecutivo firme la excarcelación para ser responsable del contexto. La justicia no flota en el aire: lee señales, interpreta climas, se congracia con los vientos de turno. Cuando el discurso oficial trivializa el terrorismo de Estado y presenta los derechos humanos como un gasto innecesario o una “agenda ideológica”, algunos jueces se sienten habilitados a avanzar donde antes había límites claros. Iván Troitero, hijo de desaparecidos y sobreviviente de torturas sufridas a los quince años, lo sintetiza con crudeza: el Poder Judicial viene fallando como sistema, pero se ensaña especialmente con quienes sobrevivieron al genocidio. La consigna de cárcel común, perpetua y efectiva corre el riesgo de convertirse en una frase vacía si no hay magistrados dispuestos a asumir que estos delitos son aberrantes y no equiparables a los comunes.


El impacto no es solo colectivo; es íntimo, cotidiano. Pía Ríos, hija de desaparecidos, habla de violencia emocional. Pensar que puede cruzarse en la calle con alguien vinculado a la desaparición de su madre no es un trauma del pasado: es una amenaza presente. Fernando Pérez, secuestrado de niño, recuerda cómo Julio Simón le apoyó una ametralladora en la cabeza mientras se llevaban a su padre y a su hermano. Hoy es padre, y el miedo se proyecta hacia adelante. ¿Qué les explica a sus hijos cuando el Estado libera a quien fue considerado un peligro para la humanidad? La contradicción es tan obscena que cuesta nombrarla: fallos que reconocen delitos de lesa humanidad y, al mismo tiempo, habilitan que sus responsables “disfruten de la vida en libertad”.
En este escenario, la figura de Analía Kalinec introduce una dimensión todavía más incómoda. Hija del represor, maestra y psicóloga, fue la única de las cuatro hermanas que repudió públicamente los crímenes de su padre y se integró al colectivo Historias Desobedientes. Por ese gesto, Kalinec la demandó civilmente para declararla “indigna” y excluirla de la herencia de su madre. El verdugo, incapaz de mostrar arrepentimiento por lo que hizo en los centros clandestinos, recurre a los tribunales para seguir ejerciendo poder, ahora sobre su propia hija. La escena es perturbadora: quien despreció la justicia cuando torturaba, hoy la invoca para castigar la desobediencia ética.

Analía fue clara incluso en mediaciones judiciales: ningún acuerdo es posible si su padre no aporta información sobre el destino de las víctimas y de los niños apropiados. Su testimonio, recogido en su libro “Llevaré su nombre”, muestra el daño transgeneracional del genocidio, una zona menos explorada pero fundamental para entender por qué estas liberaciones no son “humanitarias”. La falta de arrepentimiento, el orgullo por lo hecho, la autopercepción de haber “defendido a la patria” son rasgos que persisten. No hay reinserción posible cuando no hay reconocimiento del daño ni voluntad de reparación. Equiparar estos crímenes con delitos comunes no es una interpretación jurídica audaz: es un retroceso ético.
La liberación de Kalinec no ocurre en el vacío. Se inscribe en un momento político donde la memoria es cuestionada, la verdad relativizada y la justicia presentada como un obstáculo. Bajo el actual gobierno, el lenguaje de la crueldad se volvió cotidiano y el desprecio por las víctimas dejó de ser marginal. No sorprende, entonces, que decisiones como esta sean leídas por quienes sobrevivieron al terrorismo de Estado como un mensaje: están solos otra vez.
No se trata de venganza ni de revancha. Se trata de comprender que los crímenes de lesa humanidad atentan contra la humanidad en su conjunto y que sus responsables siguen siendo peligrosos precisamente porque nunca dejaron de creer que hicieron lo correcto. La libertad de Kalinec no cierra ninguna herida; las vuelve a abrir todas. Y mientras el represor camina libre por las calles, el Estado vuelve a poner a las víctimas en el lugar que juró desterrar: el del miedo, la revictimización y el silencio forzado.
La pregunta, entonces, no es solo qué juez firmó el fallo o qué sala lo avaló. La pregunta es qué tipo de sociedad se está construyendo cuando el genocida vuelve a casa y quienes sobrevivieron al horror tienen que mirar dos veces antes de salir a la calle. En esa respuesta incómoda se juega algo más que un caso judicial: se juega el sentido mismo de la democracia argentina.

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