La fantasía de la “vida barata” que hoy vende Javier Milei como si fuera una novedad revolucionaria ya fue pensada, escrita y refutada hace décadas. No es una herejía keynesiana ni una conspiración estatista: es una crítica clásica al liberalismo económico que aparece con claridad en el capítulo “Vida barata y libre importación” del Manual de Zonceras Económicas, del economista Andrés Asiain.
El planteo que Milei repite como dogma es sencillo: si entran productos importados más baratos, el salario “rinde más” y el nivel de vida mejora. El problema —señala Asiain— es que ese razonamiento ignora una variable elemental: los salarios y los ingresos no son independientes del modelo económico. No existen en el vacío, no caen del cielo y no sobreviven a la destrucción del aparato productivo.
Asiain lo formula sin rodeos:
> “El argumento a favor del ingreso irrestricto del producto importado se desvanece cuando se considera que los salarios e ingresos de una población no son independientes de su política comercial.”
Traducido al idioma que Milei evita: si abrís importaciones y destruís la producción nacional, destruís también los ingresos con los que se suponía que iban a comprarse esos bienes baratos. La “vida barata” se vuelve una ficción contable cuando el trabajo desaparece.
El capítulo recuerda una experiencia demasiado conocida para la Argentina, que el mileísmo insiste en presentar como un paraíso perdido:
> “En la Argentina liberal de los años noventa, muchos de los supuestos beneficiarios de un incremento del poder de compra por la baratura de lo importado descubrieron que, sin protección a la producción nacional, dejaban de percibir ingresos.”
Fábricas cerradas, despidos, desempleo, salarios a la baja y consumo en caída. Nada de eso es accidental: es el resultado lógico de un modelo que privilegia importadores, exportadores primarios y grandes corporaciones transnacionales. Asiain lo explica con precisión quirúrgica cuando señala que estas doctrinas
> “benefician centralmente a las grandes corporaciones que organizan su producción trascendiendo las fronteras nacionales.”
Exactamente el esquema que Milei defiende con fervor ideológico: un país abierto para el capital concentrado y cerrado para el trabajo. Libertad absoluta para importar, nula libertad para sostener empleo e ingresos.
La ironía más brutal aparece cuando el propio texto formula una pregunta que el libertarismo nunca responde:
> “¿De qué sirve al obrero que baje el precio de los artículos si no obtiene con qué comprarlos?”
Esa es la trampa central de la zoncera. Abaratar mercancías mientras se abarata el trabajo. Milei promete libertad de elección en las góndolas, pero elimina la condición básica para ejercerla: tener ingresos. Promete consumo, pero genera desempleo. Promete bienestar, pero reinstala un modelo que ya demostró su fracaso.
Asiain advierte además que el daño no queda en lo individual. Cuando la lógica se vuelve masiva, el perjuicio se vuelve estructural:
> “La suma de los bolsillos de los azonzados se transforma en la propia economía nacional.”
Menos ingresos, menos consumo, menos actividad, menos recaudación y más ajuste. Luego, como cierre del círculo, endeudamiento para sostener un Estado al que el propio Milei dice querer achicar.
En definitiva, el libertarismo mileísta no es moderno, ni disruptivo, ni audaz. Es una vieja zoncera reciclada, presentada como ciencia económica. Vida barata para las estadísticas, vida cara para la sociedad. Y cuando el bolsillo se vacía, ninguna importación barata alcanza para llenarlo.
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