Durante décadas, la carne vacuna fue algo más que un alimento en la Argentina. Fue salario indirecto, identidad cultural y termómetro social. Se discutían gobiernos, pero el asado del domingo seguía ahí, como un piso material de bienestar. Hoy, bajo el experimento libertario de Javier Milei, ese piso se rompió. Y los números no mienten, aunque el discurso grite.
En 2025, el consumo de carne vacuna ronda los 48 kilos por habitante por año. Es uno de los niveles más bajos desde que existen registros modernos. No es una metáfora: es casi la mitad de lo que se consumía en los años setenta. En 1976, incluso bajo una dictadura militar, el consumo superaba los 85 kilos per cápita. En 1980 se mantenía por encima de los 80. En 1990, aun con el inicio del ciclo neoliberal, rondaba los 75. La verdadera caída estructural empieza cuando el ajuste deja de ser una excepción y se convierte en política permanente.
El 2001 marca un quiebre: el consumo cae a poco más de 60 kilos. Luego hay una recuperación parcial en la década siguiente, con un pico cercano a los 57 kilos en 2010. Desde entonces, la historia es conocida: macrismo, endeudamiento, pérdida salarial, pandemia, inflación crónica. En 2018 ya estábamos en 55 kilos. En 2020, en 50. Y en 2025, con Milei en la Casa Rosada, tocamos el nuevo piso.
Pero el relato oficial no habla de esto. Prefiere decir que “cambian los hábitos”, que “la gente elige pollo”, que “el mercado reasigna preferencias”. Una explicación elegante para no decir lo evidente: cuando el salario no alcanza, no hay elección posible. No es que el argentino dejó de amar la carne; es que dejó de poder pagarla.
Aquí aparece la ironía mayor del experimento libertario. Milei se presenta como el defensor del individuo soberano, libre para decidir qué consume. Sin embargo, su programa económico produjo exactamente lo contrario: individuos cada vez menos libres, obligados a ajustar su dieta porque el ingreso real se pulveriza. La libertad de mercado termina siendo la libertad de mirar la carnicería desde la vereda.
El dato es incómodo porque desarma un mito central del discurso libertario: que el ajuste es un sacrificio transitorio rumbo a la prosperidad. La carne demuestra que no es transitorio ni abstracto. El ajuste se come, literalmente. Se mide en gramos que faltan en la parrilla, en cortes reemplazados por ofertas, en changuitos cada vez más livianos.
Hay otro detalle que el mileísmo prefiere ignorar: la Argentina nunca fue un país rico porque exportaba carne, sino porque su población podía comerla. Cuando el consumo interno cae de manera sostenida, no estamos ante una modernización sino ante un proceso de empobrecimiento. Ninguna potencia se construye con salarios que no alcanzan para comer lo que produce.
La paradoja final es casi cruel. En nombre de la libertad económica, el gobierno celebra exportaciones récord y precios “sinceros”, mientras el consumo interno se achica. Es el triunfo del Excel sobre la mesa familiar. El mercado funciona, sí, pero funciona para pocos. El resto ajusta proteínas.
Si el asado fue durante décadas un símbolo de igualdad social —imperfecta, discutible, pero real—, su desaparición cotidiana es el símbolo más honesto del presente. No hace falta inventar indicadores sofisticados ni discutir teorías económicas del siglo XIX. Basta con mirar el plato.
La Argentina de Milei no es la del “shock de libertad”. Es la del shock de realidad: menos carne, menos salario, menos margen. Y cuando un país que se pensó a sí mismo alrededor del asado empieza a naturalizar que comer carne sea un lujo, no estamos ante un cambio cultural. Estamos ante un modelo que, sin metáforas, se devora a sí mismo.
Cuando el salario alcanzaba: la carne en los gobiernos de Perón
Hay un dato que el liberalismo argentino evita mencionar porque es devastador para su relato: el mayor consumo de carne de la historia argentina se dio durante los gobiernos de Juan Domingo Perón. No por magia, ni por subsidios eternos, ni por “populismo gastronómico”, sino por algo mucho más simple y más incómodo para el dogma libertario: salarios altos y mercado interno fuerte.
Durante el primer peronismo (1946–1955), el consumo de carne vacuna superó largamente los 100 kilos por habitante por año, con picos estimados entre 110 y 120 kilos según reconstrucciones históricas del Ministerio de Agricultura, estudios del IPCVA y series económicas de largo plazo. Es un dato brutal: más del doble del consumo actual.
En esos años, la carne no era un lujo ni una excepción dominical. Era parte cotidiana de la dieta popular. No porque fuera barata por decreto, sino porque el trabajador argentino podía pagarla. El salario real crecía, el empleo se expandía y el mercado interno era una prioridad explícita del modelo económico. Comer carne no era un privilegio: era un derecho de hecho.
Incluso tras el golpe de 1955 y con el inicio de políticas de ajuste y restricción salarial, el consumo se mantuvo alto durante un tiempo, justamente porque la estructura social heredada del peronismo todavía resistía. Recién décadas después, cuando el ajuste se volvió permanente y la pérdida salarial estructural, la carne empezó a desaparecer de la mesa cotidiana.
Este dato histórico no es nostalgia ni épica: es economía básica. Cuando el ingreso mejora, el consumo de alimentos de calidad sube. Cuando el ingreso cae, la dieta se empobrece. No hay “preferencias reveladas” que expliquen por qué un país productor de carne pasa de comer más de 100 kilos por persona a apenas 48. Hay salarios.
Por eso el contraste es tan incómodo para el mileísmo. El peronismo —tan denostado por el discurso libertario— coincide con el período de mayor bienestar alimentario del pueblo argentino. El liberalismo, en cambio, coincide con la caída persistente del consumo, incluso en un país que produce alimentos para cientos de millones de personas.
Dicho sin rodeos: cuando gobernó Perón, la carne estaba en la mesa; cuando gobierna el mercado, está en la vidriera.
El gráfico no admite eufemismos ni relatos épicos: el consumo de carne vacuna en Argentina cayó de manera sostenida durante las últimas cinco décadas y alcanza en 2025 uno de los niveles más bajos de la historia moderna. En 1976 y 1980, incluso en contextos autoritarios y de crisis, el consumo superaba holgadamente los 80 kilos por habitante.
En 1990 todavía se mantenía en torno a los 75 kilos. La fractura llega con el ciclo de ajuste permanente: la crisis de 2001 marca un quiebre estructural, el macrismo profundiza la caída y el presente consolida un piso histórico cercano a los 48 kilos per cápita.
No es un cambio cultural ni una “diversificación de hábitos”, como sugiere el discurso oficial: es una radiografía del poder adquisitivo. Cuando la carne deja de ser un alimento cotidiano y se vuelve un lujo ocasional, el problema no está en la parrilla sino en el modelo económico.
Los valores son aproximados, construidos a partir de:
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Series históricas de CICCRA
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Informes del IPCVA
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Reconstrucciones de prensa económica (Página/12, Ámbito, El Destape, Reuters)

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