CIUDAD DE MÉXICO — (Por Natalie Kitroeff y Paulina Villegas para The New York Times) Un auto Suzuki color gris se detuvo frente al Hospital General de México y de ahí bajó Víctor Bailón, quien llegó a la entrada respirando con dificultad. Durante días se negó a ir al hospital, convencido de que los médicos mataban a los pacientes que tenían coronavirus. Cuando entró arrastrando los pies a la zona de triaje y se desplomó en el suelo, ya era demasiado tarde.
“¡Papito, respira!”, gritó su esposa. “Por favor, respira”.
Al cabo de una hora, Bailón estaba muerto.
México lucha contra uno de los peores brotes de coronavirus en el mundo, con más de 52.000 fallecimientos confirmados, la tercera cifra más elevada de víctimas de la pandemia. Su lucha se ha dificultado aún más debido a un fenómeno generalizado: un miedo a los hospitales profundamente arraigado.
El problema ha afectado desde hace mucho tiempo a las naciones azotadas por enfermedades desconocidas. Durante la epidemia del ébola en 2014, muchas personas en Sierra Leona creían que los hospitales se habían convertido en trampas mortales inútiles, lo cual provocó que las personas enfermas se quedaran en casa y contagiaran a sus familias y vecinos sin darse cuenta.
Aquí en México se está produciendo un círculo vicioso similar. A medida que la pandemia destroza un sistema de salud ya debilitado, en el que los cuerpos se acumulan en camiones refrigerados, muchos mexicanos ven el pabellón de COVID-19 como un lugar que debe evitarse a toda costa porque ahí solo les espera la muerte.
Los médicos, enfermeras y secretarios de Salud afirman que las consecuencias de estas ideas son graves. Los mexicanos esperan mucho tiempo para buscar atención médica y acuden cuando sus casos son tan graves que los médicos ya no pueden hacer mucho para ayudarlos. Según los datos del gobierno, miles de personas mueren antes de ser ingresadas a un hospital y sucumben ante el virus durante su traslado en taxi o en la casa donde han convalecido.
Combatir la enfermedad en casa no solo puede propagar la enfermedad más, de acuerdo con los epidemiólogos, sino que también oculta el verdadero daño de la epidemia, pues una cantidad incalculable de personas fallece sin haberse hecho la prueba del coronavirus y, por lo tanto, no se contabiliza como víctima de la COVID-19.
Muchos mexicanos aseguran que tienen razones válidas para desconfiar de los hospitales: según los datos del gobierno, en Ciudad de México (el epicentro del brote de la nación), muere casi el 40 por ciento de las personas hospitalizadas con COVID-19, una tasa de letalidad elevada incluso si se compara con algunos de los peores focos de infección de coronavirus en todo el mundo. Durante el pico de la pandemia en la ciudad de Nueva York, menos del 25 por ciento de los pacientes con coronavirus murió en los hospitales, según cálculos de algunos estudios.
Si bien la estadística puede ser imprecisa debido a la cantidad reducida de pruebas, los médicos e investigadores confirmaron que una cantidad sorprendente de personas está muriendo en los hospitales de México.
Durante una oleada de casos en mayo, aproximadamente la mitad de todos los pacientes con COVID-19 en Ciudad de México fallecían dentro de las 12 horas siguientes a su llegada al hospital, dijo Oliva López Arellano, secretaria de Salud de Ciudad de México.
En Estados Unidos, las personas que murieron por lo general lograron pasar cinco días internadas en el hospital.
Los médicos afirman que los pacientes podrían aumentar sus posibilidades de sobrevivir si buscaran ayuda antes. Argumentan que retrasar el tratamiento solo provoca más fallecimientos en los hospitales, lo cual genera aún más miedo a estos lugares.
La desconfianza es tan pronunciada que los familiares de los pacientes en Ecatepec, un municipio del Estado de México situado a las afueras de Ciudad de México, irrumpieron en un hospital en mayo, atacaron a sus empleados, se grabaron junto a bolsas de cadáveres y les dijeron a los periodistas que la institución asesinaba a sus seres queridos.
“Después de ver en la tele y videos lo que le pasa a la gente allá adentro, ¡a la chingada con eso!”, dijo José Eduardo, el hermano de Bailón, quien recientemente había pasado 60 días en casa recuperándose de su propio episodio de lo que él cree que fue el coronavirus. “Yo mejor prefiero quedarme en mi casa y morirme ahí”.
Sin embargo, a muchas personas en México que pierden la vida en su casa, o incluso camino al hospital, nunca se les hace la prueba del virus, por lo que no se incluyen en el recuento de víctimas de coronavirus. Más bien, caen en un agujero negro de las estadísticas de muertes que no están vinculadas a la pandemia de manera oficial.
Incluso con el recuento oficial, México ya ha sufrido más muertes por coronavirus que cualquier otro país, a excepción de Estados Unidos y Brasil, y el gobierno afirmó recientemente que, durante los últimos meses, hubo 71.000 fallecimientos más de los esperados, en comparación con años anteriores, un indicador de que el virus ha cobrado muchas más vidas de lo que sugiere el recuento.
Para aumentar la confusión, los líderes políticos aquí, como en muchos países, han sembrado una amplia gama de dudas acerca del virus y la necesidad de buscar atención médica. El popular presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, afirmó que utiliza amuletos religiosos y una conciencia limpia para protegerse del coronavirus, y ha defendido la idea de luchar contra la pandemia en casa, con la ayuda de las familias, en lugar de en los hospitales.
En una encuesta publicada el mes pasado, casi el 70 por ciento de los mexicanos aseveró que se sentiría “inseguro” si llevara a sus seres queridos al hospital durante la pandemia. Una tercera parte dijo que preferiría cuidar de sus familiares por su cuenta.
Ahora, los principales funcionarios de salud de la nación han comenzado a suplicarles a los mexicanos que dejen de resistirse a la atención médica.
“Es muy imPortante que la muerte no este contribuida por una atención tardía”, dijo Hugo López-Gatell, el funcionario de salud que lidera la respuesta del país ante el virus, en una conferencia de prensa el mes pasado. “Por favor, acudan tempranamente a los hospitales, sobre todo las personas que tienen mayor peligro”.
Muchos están recelosos del costo que implica una estancia en el hospital y, en un país plagado de corrupción gubernamental desenfrenada, la desconfianza fundamental en las autoridades se extiende a menudo a los médicos y enfermeras de los hospitales públicos.
En el Hospital General de México, donde falleció Bailón, la suspicacia era muy grande. Nadie había querido acudir al hospital, un lugar que parecía tragarse a sus seres queridos y dejarlos a ellos afuera, con pocas noticias que les dieran tranquilidad. Todos tenían una teoría sobre la verdadera causa del virus y la destrucción que había desencadenado.
Modesto Gómez, cuya esposa estaba internada, escuchó que el gobierno dejaba morir a la gente de edad avanzada a causa del virus porque las pensiones de estas personas son elevadas. Héctor Mauricio Ortega, cuyo padre fue intubado en ese lugar con una infección por la COVID, dijo que creía que los médicos contagiaban a propósito a la gente con el virus “porque los países tienen que cumplir con una cuota de gente que tiene que morir cada año”.
Raúl Pérez se despertó presa del pánico en las bancas de la entrada. Era su decimosexto día durmiendo allí después de que su hermana se sometiera a una cirugía cerebral.
Dijo que había conocido a siete familias de pacientes que habían acudido por otra enfermedad y luego habían muerto por el coronavirus.
“La gente piensa que tal vez les están inyectando algo o los están matando allí”, dijo.
Pérez no creyó los rumores al principio, pero luego los médicos le dijeron que su hermana, que aún estaba intubada después de su cirugía cerebral, había dado positivo por coronavirus. Ahora estaba frenético, llamaba a todos sus familiares y les decía que el hospital quería que su hermana muriera.
“Están dejando que la gente se contagie”, dijo. “Solo quieren deshacerse de otro paciente”.
López, la secretaria de Salud de Ciudad de México, dijo que los rumores de prácticas médicas maliciosas habían sido generalizadas. Los médicos supuestamente robaban el líquido de las rodillas de las personas o intercambiaban los datos de sus huellas dactilares obtenidas de las lecturas del oxímetro.
“Hubo una gran campaña de noticias falsas, que decían que estaban agrediendo a las personas en hospitales y lucrando incluso con sus defunciones”, dijo.
Ernesto Nepomuceno dijo que en su clínica en Iztapalapa, un barrio pobre de Ciudad de México, los médicos se hacen lecturas con el oxímetro frente a sus pacientes para mostrarles que miden niveles de oxígeno, no que registran datos personales.
“Tenemos que hacer una gran labor para tranquilizar a la gente”, dijo Nepomuceno.
Dos días antes de que Bailón fuera trasladado a la unidad de terapia intensiva del Hospital General visitó a un médico en su pequeña ciudad natal, a una hora de distancia de la capital. Sus niveles de oxígeno eran bajos, pero le rogó a su esposa, Fabiola Palma Rodríguez, que no lo llevara al hospital.
“Por favor, no me vayas a llevar a un hospital, no me quiero morir”, recordó ella que le dijo su esposo. Cuando Bailón cedió, ya estaba deteriorado por la enfermedad.
Después de que un hospital local lo rechazó, viajó a Ciudad de México. Murió en una camilla en el Hospital General, dijo Palma, antes de que los médicos pudieran intubarlo.
“Lo hubiera llevado antes, pero a los dos nos daba mucho miedo”, dijo Palma. “Es muy injusto, me lo llevé con vida y me lo traje muerto”.
Aurora Arzate Nieves murió el mismo día que Bailón, en el mismo hospital, unas 30 horas después de su ingreso. Matriarca de una familia mexicana muy unida, Arzate, de 83 años, era conocida por su mole verde y su fuerza de voluntad. Sus hijos prácticamente tuvieron que arrastrarla al hospital.
Esa decisión atormentó a Eduardo Gutiérrez Arzate al despedirse definitivamente de su madre, quien estaba dentro de una bolsa y colocada dentro de una minivan Ford convertida en coche fúnebre por una funeraria cercana al hospital.
Mientras golpeaba la ventana, Gutiérrez le rogó a su madre que se despertara.
“Me sentí muy culpable cuando la vi”, dijo, de pie fuera del crematorio, mientras un humo negro ondeaba en lo alto.
Tenía miedo de todo lo que tuviera que ver con el coronavirus y los hospitales, donde estaría rodeada de “gente deprimida”, en lugar de su familia.
“Le pedí en ese momento que me perdonara”, dijo. “Le pedí que me perdonara por llevarla al hospital”.
Eduardo Gutiérrez Arzate llora por su madre contra la minivan utilizada como coche fúnebre para llevar su cuerpo a la cremación.
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