Entre 1917 y 1921, la Argentina atravesó uno de los ciclos de conflictividad social más intensos de su historia. Lejos de ser episodios aislados, las huelgas, levantamientos obreros y represiones violentas de esos años fueron el resultado de profundas transformaciones políticas, sociales y económicas que pusieron en tensión al modelo de país construido desde fines del siglo XIX.
La sanción de la Ley Sáenz Peña en 1912 había abierto el sistema político a sectores hasta entonces excluidos. La llegada de Hipólito Yrigoyen a la presidencia en 1916 expresó esa ampliación democrática y el ingreso masivo de las clases medias y populares a la vida política. Ese proceso de integración no fue solo electoral: estuvo acompañado por cambios estructurales como la consolidación de los inmigrantes, la expansión de la educación pública, el servicio militar obligatorio y una fuerte prédica nacionalista que buscaba “argentinizar” a los sectores populares.
El radicalismo intentó transformar el viejo Estado oligárquico —represivo y excluyente— en un Estado mediador, capaz de arbitrar conflictos sociales. Durante los primeros años, el gobierno intervino en disputas laborales evitando la represión directa y concediendo mejoras salariales y laborales, como ocurrió en las huelgas portuarias y ferroviarias de 1917 y 1918. Estas mediaciones elevaron el nivel de vida de algunos trabajadores y reforzaron la expectativa de que el Estado podía ser un aliado.
Sin embargo, el contexto económico empezó a tensar esa relación. Entre 1917 y 1921, la fase expansiva del ciclo económico estuvo acompañada por un fuerte aumento de precios que deterioró los ingresos reales de las clases medias y, sobre todo, de los sectores populares. Al mismo tiempo, el impacto internacional de la Revolución Rusa estimuló la difusión de ideologías contestatarias —anarquistas, socialistas y sindicalistas revolucionarias— y radicalizó las demandas obreras. El resultado fue un crecimiento inédito en el número de huelgas, huelguistas y jornadas laborales perdidas.
El punto de quiebre llegó en enero de 1919 con la llamada Semana Trágica. El conflicto se originó en una huelga de los obreros metalúrgicos de los Talleres Vasena, que reclamaban aumentos salariales y reducción de la jornada laboral. La negativa empresarial y la intervención policial derivaron en una represión sangrienta, que se amplificó durante el entierro de las víctimas y desembocó en una huelga general. El gobierno, presionado por sectores conservadores y por el temor a una supuesta “revolución bolchevique”, recurrió esta vez al Ejército y la Armada para restablecer el orden, combinando represión con mediación tardía.
Uno de los efectos más duraderos de la Semana Trágica fue la aparición de grupos parapoliciales como la Liga Patriótica Argentina, que promovieron un discurso xenófobo, anticomunista y antisemita. La violencia ya no se dirigió solo contra los huelguistas, sino también contra comunidades identificadas como “extranjeras” o “subversivas”, en especial la población judía de origen ruso en barrios como Villa Crespo.
La conflictividad alcanzó su expresión más extrema en la Patagonia entre 1920 y 1921. Allí, los peones rurales organizados en sociedades obreras —muchas de orientación anarquista— reclamaban condiciones mínimas de trabajo: salarios dignos, jornada de ocho horas y mejoras higiénicas. Tras un acuerdo inicial incumplido por los grandes estancieros, el Estado optó por una salida militar. La represión ordenada por el gobierno nacional culminó en fusilamientos masivos y más de mil trabajadores asesinados, en un episodio que pasó a la historia como la Patagonia Trágica.
Estos conflictos revelan una contradicción central del primer yrigoyenismo: mientras ampliaba derechos políticos y promovía cierta movilidad social, el Estado no dudó en recurrir a la violencia extrema cuando el orden social y la estructura de propiedad fueron cuestionados de manera directa. La experiencia dejó una huella profunda en el movimiento obrero argentino y consolidó la hegemonía del sindicalismo revolucionario en esos años, anticipando debates y tensiones que marcarían el siglo XX.
Fuente: Mario Rapoport, Historia económica, política y social de la Argentina (1880–2003), capítulo 2, apartado “Los conflictos sociales”, págs. 151–153.

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