A principios de 1827 se había producido la brillante victoria de nuestras armas en la guerra del Brasil, a raíz de la usurpación de la Banda Oriental: el 9 de febrero el almirante Brown había derrotado a la escuadra imperial en el Juncal y el día 20 del mismo mes Alvear hizo lo propio -en tierra- en Ituzaingó. Las fuerzas brasileñas quedaron deshechas, desmoralizadas y en plena dispersión. Pero esta página de gloria sería manchada por una de las mayores vergüenzas que ha sufrido la nación: cuando el general en jefe solicitó refuerzos y caballadas a Buenos Aires para ocupar la provincia de Río Grande y marchar hasta la capital del enemigo, se le negó.
Alvear no cosecharía los frutos de su victoria, la patria había dado su esfuerzo y su sangre en vano, porque el gobierno de don Bernardino Rivadavia, en el momento de nuestras armas triunfantes, ¡pedía desesperadamente la paz! Y la pedía por la más miserable de las razones: para sofocar lo que él llamaba anarquía interna –la resistencia rebelde del interior a la tiranía surgida del manotón unitario- y disponer de las fuerzas del ejército nacional para lanzarlas contra sus compatriotas.
Desoyendo el clamor del interior y el reclamo de patriotas como Pueyrredón, que consideraba indecoroso iniciar gestiones de paz cuando se podían imponer las condiciones más duras, el presidente Rivadavia envía a Río de Janeiro al doctor Manuel J. García con instrucciones rigurosas de obtener la paz a cualquier precio. De entrada, como fórmula conciliadora, García no tuvo reparos en proponer la independencia de la Banda Oriental, según sugestión recibida del ministro inglés Lord Ponsonby –elegido como mediador- encargado de turno de perseguir la permanente intención británica de obtener un puerto franco en el Río de la Plata. No obstante la situación apurada de sus ejércitos, el Emperador del Brasil, enterado de lo que ocurría en Buenos Aires, no accedió. Lo cierto es que García terminó firmando una convención preliminar por la cual nuestro país reconocía los derechos del Emperador sobre la Banda Oriental y aceptaba la incorporación al Imperio de la provincia Cisplatina. ¡Vencedores completos en la guerra, derrotados completos en la paz!
Felizmente, la reacción del espíritu público en todo el país, incluso en Buenos Aires, fue violenta y unánime. Conocidos los términos del convenio, el pueblo se lanzó a la calle, airado, en tumulto. Rivadavia tuvo que presentar la renuncia, que le fue inmediatamente aceptada por el Congreso, e intentó instituir en “chivo emisario” al ministro García, declarando que se había excedido en el cumplimiento de su misión. Pero no logró engañar a nadie, ni siquiera en su propio partido, que le hizo un vacío inmediato.
El Congreso eligió un presidente provisional en la persona de Vicente López, quien designó a Juan Manuel de Rosas comandante general de la campaña y convocó en un mes a elección de representantes a la Legislatura de Buenos Aires, resultando una gran mayoría federal. Fue electo gobernador el coronel Manuel Dorrego. Mientras, comienzan a llegar a Buenos Aires los primeros escuadrones del ejército nacional que regresaban de la campaña contra el Brasil. Por las calles de la ciudad el desfile es seguido con emoción al par que con pena por el estado desfalleciente de la tropa, que arriba con el uniforme hecho jirones. Algunos piensan que después de los triunfos militares obtenidos frente al Brasil habría que seguir la lucha; otros que “la tropa no tenía para cubrirse sino andrajos y los soldados carecían hasta de yerba y de tabaco”. Dorrego nombra en reemplazo del general Alvear a Lavalleja, que continuará con las acciones favorables.
Las arcas de Buenos Aires estaban exhaustas. La administración Rivadavia había sido ruinosa y había agotado los recursos del Estado en gastos de mero boato y en combatir a sus enemigos políticos. Pero el partido unitario había sido derrotado en todo el territorio, y el federalismo se hallaba triunfante en las provincias. Por lo que el noble Dorrego desarrolló su gobierno con gran moderación, sin amenazas ni persecuciones y con su innata y proverbial generosidad. Es un valiente; su carrera militar lo ha llenado de gloria; su arrojo y golpe de vista de guerrero nato se destacaron en las victorias patriotas de Tucumán y Salta. Nombró embajadores para tratar la paz en Río de Janeiro a los prestigiosos generales Juan Ramón Balcarce y Tomás Guido, que suscribieron el tratado del 27 de agosto de 1828 que reconocía la independencia de la Banda Oriental bajo la garantía de las dos potencias signatarias. La nueva y dolorosa mutilación de territorio constituyó un episodio más de la política intervencionista inglesa en el Río de la Plata, con sus largas secuelas de guerras ganadas y paces perdidas. En esta oportunidad el orgullo argentino trató de satisfacerse con el dudoso consuelo de haber humillado al Emperador, obligándolo a desprenderse de la provincia Cisplatina, que había jurado defender hasta la última gota de su sangre.
La inquietud del gobierno –y la esperanza del estallido de un contragolpe unitario- se fundaba en el regreso a Buenos Aires de las fuerzas destacadas en la Banda Oriental, que venían anarquizadas por la inacción y, sobre todo, por el pago irregular de varios meses, disgustadas por el resultado de la guerra y minadas por la activa propaganda opositora. Pero Dorrego no lo creía, porque tenía una concepción romántica de la camaradería militar y consideraba absurdo que se alzaran contra él sus compañeros de armas y de gloria, entre quienes contaba tantos amigos. Cuando se le anunció que el jefe del golpe revolucionario sería el general Juan Lavalle, tampoco lo creyó, atribuyendo a simple bravata su lenguaje exaltado. Además, el gobernador acababa de hacer públicos los manejos de la oligarquía unitaria, sus alianzas con el capital inglés, sus denuncias contra los comerciantes agiotistas, y conocía su total impopularidad en el interior. Los creía derrotados para siempre y ése fue su error: Dorrego no lo tomaba en serio a Lavalle.
Lavalle, que había ganado merecidos laureles en Chile, en Perú y en Brasil, tenía en efecto fama de ser tan valiente como de poco juicio. Se había hecho notorio por sus desplantes, con los que había enfrentado al propio Libertador Bolívar, y poco tolerante en materia de disciplina. Esteban Echeverría lo iba a pintar como “el sable sin cabeza”. Era un típico porteño, capaz de las mayores hazañas, pero de fondo frívolo y voluble, más pagado del gesto que del acto y del parecer que del ser: condenado, en suma, a ser instrumento de quienes supiesen halagar sus debilidades. En Buenos Aires había caído en manos del círculo de los doctores unitarios, que lo tenía como alelado y a cuyos miembros escuchaba como oráculos por el destino personal seductor que le vaticinaban. Ellos le habían hecho creer que Dorrego era el jefe de los anarquistas causantes de todos los males, un tirano que oprimía al pueblo apoyado en la más baja plebe, y un traidor a la patria. ¿Cómo no pondría su espada al servicio de la civilización, el orden y la virtud?
El 20 de noviembre llegó a Buenos Aires la primera división del ejército de la Banda Oriental al mando del general Enrique Martínez. Diez días después Juan Manuel de Rosas manda un aviso al gobernador Dorrego: “El ejército nacional llega desmoralizado por esa logia que desde hace mucho tiempo nos tiene vendidos”. Al día siguiente, 1º de diciembre de 1828, estallaba el pronunciamiento. Los cuerpos de línea del ejército, toda la división de Enrique Martínez, íntegramente sublevada, penetra en la plaza de la Victoria al mando de Juan Lavalle y de Olavarría, héroes de las guerras de la independencia y ambos de la flor y nata del “centro” porteño. Grupos de civiles unitarios los rodean y aclaman, destacándose la sombría figura del doctor Agüero, que hacía las veces de director de la función. Sin fuerzas para resistir a los regimientos de línea, Dorrego abandonó el Fuerte por la puerta trasera y se dirigió al campamento de las milicias de Rosas en San Vicente.
El general Lavalle salió en persecución del gobernador con un regimiento de caballería. Contra la opinión de Rosas, Dorrego decidió esperarlo y hacerle frente. El 9 de diciembre se encontraron en las proximidades de Navarro, donde las milicias de gauchos mal armados fueron derrotadas y dispersas por las experimentadas tropas de línea. Mientras Rosas se dirigió al norte a pedir auxilio al gobernador de Santa Fe, Dorrego buscó incorporarse al Regimiento 3 en las proximidades de Areco, al mando de su amigo el coronel Angel Pacheco. Pacheco efectivamente le dio asilo y se puso a sus órdenes, pero los comandantes Acha y Escribano amotinaron la tropa, apresaron a Dorrego y lo llevaron hacia la Capital. En el camino recibieron orden de cambiar de rumbo y conducir al prisionero al campamento de Navarro donde se hallaba Lavalle.
Dorrego pidió a Lavalle garantías para su persona y un salvoconducto para marchar al extranjero. Pero la logia unitaria había decidido que debía morir. Así se apuraron en recordárselo al general premiosas cartas escritas por los doctores para contrarrestar los pedidos de clemencia o un posible desfallecimiento de la voluntad. “Nada de medias tintas”, decía Juan Cruz Varela, mientras se regocijaba en El Pampero: “La gente baja ya no domina, y a la cocina se volverá”. “Hay que cortar la primera cabeza de la hidra”, afirmaba Agüero. Salvador María del Carril, más categórico, refería: “Hablo del fusilamiento de Dorrego. Hemos estado de acuerdo antes de ahora. Ha llegado el momento de ejecutarlo. (…) Una revolución es un juego de azar donde se gana la vida de los vencidos”.
El día 13 de diciembre de 1828 llegó el prisionero Dorrego al campamento de Navarro, y se le comunicó que sería fusilado en una hora. Lavalle no quiso –o no pudo- verlo.
El periodista e historiador José Manuel de Estrada (1842-1894), un lúcido intelectual de la segunda mitad del siglo XIX, escribió sobre el martirio de Manuel Dorrego: “Fue un apóstol y no de los que se alzan en medio de la prosperidad y de las garantías, sino apóstol de las tremendas crisis. Pisó la verde campiña convertida en cadalso, enseñando a sus conciudadanos la clemencia y la fraternidad, y dejando a sus sacrificadores el perdón, en un día de verano ardiente como su alma, y sobre el cual la noche comenzaba a echar su velo de tinieblas, como iba a arrojar sobre él la muerte su velo de misterio.
Se dejó matar con la dulzura de un niño; él, que había tenido dentro del pecho todos los volcanes de la pasión. Supo vivir como los héroes y morir como los mártires”.
Ante la descalificación popular, el golpe decembrista fracasó totalmente y debió recurrir a una feroz tiranía que, en esos mismos días, San Martín reprobó en su retorno al país. Negándose a desembarcar en febrero de 1829, rechazó el papel de “verdugo de mis conciudadanos”, mientras que Lavalle y sus tropas veteranas eran derrotadas el 25 de abril en Puente de Márquez por las milicias de Estanislao López y de Rosas. Pero serían tantos los crímenes de ese año trágico de 1829, que es el único en la demografía de Buenos Aires donde las defunciones superaron a los nacimientos: hubo 4.658 muertes, cuando en 1827 fueron 1.904 y en 1828, 1.788. La expresión “salvajes unitarios” que entonces se popularizó no fue para nada antojadiza.
El fusilamiento de Dorrego convirtió a Juan Manuel de Rosas en el jefe indiscutido de los federales, durante un cuarto de siglo. A su previsión y tacto se debió la derrota unitaria y la consiguiente victoria federal, cuando se convirtió en el héroe aclamado de las clases populares.
Claro que también el fusilamiento inauguró un período larguísimo de guerras civiles que por décadas iba a regar de sangre y luto el territorio argentino.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Palacio, Ernesto – Investigación histórica.
Portal www.revisionistas.com.ar
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